El nivel de mercurio en los atunes ha permanecido constante durante los últimos 50 años, a pesar de las estrictas regulaciones que controlan su uso y emisiones. Este elemento químico ha disminuido gradualmente en nuestra atmósfera desde 1970, pero no ha sucedido lo mismo en el océano. En las profundidades del mar, el mercurio ha quedado atrapado -como sucede con muchos otros gases nocivos- y se sigue liberando en pequeñas cantidades, pero de forma continua, lo que provoca que peces como el atún sigan ingiriendo este elemento.
Hace más de 70 años, en 1950, una extraña enfermedad azotó un pequeño pueblo japonés. La enfermedad de Minamata causaba graves problemas neurológicos en la población, que incluían movimientos descoordinados o la falta de sensibilidad en manos y pies, hasta la parálisis y la muerte en los casos más extremos. Más de 111 personas murieron y 400 personas sufrieron graves problemas neurológicos. No fue hasta 1968 cuando el gobierno japonés anunció que la causa era la ingestión de pescado y marisco contaminado por mercurio.
Este caso puso al mundo entero en estado de alerta y se decidió frenar las emisiones tóxicas de las industrias contaminantes, como las de la quema de carbón o la minería. Han pasado 50 años desde entonces, pero los ecosistemas aún no se han recuperado. El metilmercurio sigue siendo muy presente en el mundo marino, y peces como el atún (entre otras especies) continúan arrastrando lo que los investigadores llaman “mercurio heredado”.
Esto es especialmente preocupante, ya que el atún es uno de los peces más consumidos en todo el mundo, pero también es uno de los más susceptibles a acumular metilmercurio. Al alimentarse de otras presas más pequeñas contaminadas, los atunes van acumulando progresivamente cantidades de este metal pesado entre sus escamas.
Un grupo de investigación, adscrito a la American Chemical Society, ha determinado que esta situación se debe al mercurio “heredado”. Según un estudio publicado en la revista Environmental Science & Technology Letters, esta sustancia se encuentra retenida en el fondo del océano y se va liberando poco a poco, subiendo hasta zonas menos profundas del mar donde los peces nadan y se alimentan.
Esto significa que esta sustancia que contamina los peces (y termina en los seres humanos) podría haberse emitido hace años o incluso décadas. Algo que, por otro lado, destaca una preocupante realidad: el océano aún no ha notado la disminución de las emisiones de mercurio que sí está notando la atmósfera.
Para demostrarlo, un equipo de investigadores internacionales recogió datos sobre los niveles de mercurio encontrados en casi 3.000 muestras de atunes tropicales capturados en el Pacífico, Atlántico e Índico entre 1971 y 2022. En concreto, los investigadores analizaron las concentraciones de esta sustancia tóxica en atunes barrilete, patudos y de aleta amarilla, ya que representan el 94% de las capturas mundiales de atún.
Los resultados les sorprendieron. Las concentraciones de mercurio en atunes permanecían invariables en todo el mundo, excepto en aquellos que se encontraban al noroeste del Océano Pacífico a finales de los 90, que fue cuando se constató un ligero aumento. Sin embargo, durante el mismo período, el mercurio en el aire disminuyó a nivel mundial.
Entonces, ¿cuándo se reflejarán en el mar los esfuerzos medioambientales en tierra? Los investigadores han tratado de resolver el enigma a través de modelos matemáticos y han llegado a la conclusión de que, incluso con una política de emisiones más estricta que la actual, el mar tardaría entre 10 y 25 años en notarlo. Sin embargo, los atunes no comenzarían a reducir sus niveles de metilmercurio hasta décadas más tarde.
Además, los investigadores reconocen que sus pronósticos no consideran todas las variables en la ecología del atún o la biogeoquímica marina. Sin embargo, afirman que sus hallazgos apuntan a la necesidad de realizar un esfuerzo mundial mucho más ambicioso, con el objetivo de reducir de manera más agresiva las emisiones de mercurio.
Al mismo tiempo, consideran que estas medidas deben ir de la mano de una monitorización continua y a largo plazo del mercurio presente en los organismos que conforman los ecosistemas marinos, de modo que se pueda asegurar que la salud humana está garantizada.