En la actualidad, vivimos en un mundo interconectado donde la globalización ha llevado a que muchos productos o servicios se dejen en manos de terceros. Sin embargo, la reciente pandemia ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de este modelo, subrayando la importancia de tener una cierta autonomía estratégica en la producción y reservas de bienes esenciales.
Si hay algo que hemos aprendido a lo largo de esta crisis mundial, es que hay productos o servicios que no pueden dejarse completamente en manos de otros. Este hecho no se refiere únicamente a las mascarillas, que se convirtieron en un bien esencial durante la pandemia, sino que también se aplica a otros bienes esenciales de nuestra vida cotidiana.
Un ejemplo destacado de esto es el caso de los chips, componentes esenciales en la era digital que impulsan todo, desde nuestros teléfonos móviles hasta nuestros coches. Sin embargo, la mayoría de la producción de estos chips está en manos coreanas y taiwanesas. Esta dependencia ha llevado a una escasez global de chips, con consecuencias nefastas para varias industrias, desde la automotriz hasta la electrónica.
La creciente conciencia de esta vulnerabilidad está llevando a las instancias europeas a fomentar el concepto de autonomía estratégica. Esto implica que los países deberían tener la capacidad de producir y mantener reservas de bienes esenciales.
La autonomía estratégica no significa autarquía o aislacionismo. En cambio, es una cuestión de equilibrio. Por un lado, la globalización y la interdependencia económica han traído enormes beneficios, permitiendo a los países especializarse en lo que hacen mejor y beneficiarse de las ventajas competitivas de otros. Por otro lado, una dependencia excesiva de terceros puede generar vulnerabilidades y riesgos.
La pandemia ha demostrado los riesgos de la dependencia excesiva de la producción de bienes esenciales en otros países. Al comienzo de la pandemia, la escasez de mascarillas y otros equipos de protección personal (EPP) puso de manifiesto la vulnerabilidad de muchos países que dependían de la importación de estos productos.
Además, se ha observado un fenómeno similar con la producción de vacunas contra el COVID-19. Aunque la ciencia ha demostrado ser verdaderamente global, con investigadores de todo el mundo colaborando para desarrollar vacunas en tiempo récord, la producción de estas vacunas ha dependido en gran medida de un pequeño número de empresas y países.
La autonomía estratégica podría permitir a los países protegerse contra tales vulnerabilidades en el futuro. Esto podría implicar invertir en la capacidad de producción local, o al menos diversificar las fuentes de importación para no depender de un solo país o región.
En el caso de los chips, por ejemplo, la Unión Europea está considerando medidas para aumentar la producción local. Esto podría implicar incentivos para las empresas de semiconductores, o incluso la creación de una empresa de semiconductores europea.
Del mismo modo, en el ámbito de la salud, la autonomía estratégica podría implicar invertir en capacidad de producción de medicamentos y vacunas. Esto no sólo sería útil para hacer frente a futuras pandemias, sino que también podría ayudar a garantizar el suministro de medicamentos esenciales en tiempos de crisis.
En última instancia, la autonomía estratégica es una cuestión de resiliencia. Se trata de equilibrar los beneficios de la globalización y la interdependencia económica con la necesidad de protegerse contra las vulnerabilidades y los riesgos. Y si algo nos ha enseñado la pandemia, es que este equilibrio es más importante que nunca.