La firma de Enrique Ballester

Por lo general, durante las fases más candentes de la temporada, siempre hay algún entusiasta del deporte que declara, «a mí ahora ya me da igual cómo se juegue y todo eso, yo lo que quiero es ganar«. Este comentario, que es presentado como algo único y singular, a menudo deja a los demás con una sensación de extrañeza. Después de todo, ¿quién no querría ganar? ¿Acaso los demás anhelamos perder?

Este tipo de comentarios me recuerda a esas personas que, al ver una cucaracha, exclaman con indignación, «qué asco me dan las cucarachas«. Al igual que aquellos que proclaman su deseo de ganar a toda costa, estas personas parecen creer que sus sentimientos son de alguna manera especiales o únicos. Como si a todo el mundo le encantaran las cucarachas, como si las tuviéramos como mascotas y les pusiéramos nombres humanos.

La semana pasada, mientras veía el partido de Primera Federación entre el San Fernando y el Ibiza desde la comodidad de mi sofá, mi hijo Teo se unió a mí. Como es habitual en él, comenzó a bombardearme con preguntas sobre el pasado, presente y futuro de ambos equipos. Quería saber cómo iban clasificados, cuál era la primera equipación del visitante y cómo habían quedado en los partidos de liga contra el Castellón, su equipo favorito.

Ante su curiosidad, respondí a todas sus preguntas con una paciencia admirable. En ese momento, me sentí como si estuviera compitiendo por una medalla al mejor padre. Después de obtener su información, Teo se fue a continuar con sus propias cosas, las típicas ocupaciones de un niño de siete años.

Sin embargo, volvió poco después con una última pregunta. Por alguna razón, necesitaba saber el resultado del partido de la primera vuelta entre el Ibiza y el San Fernando. Cuando admití que no lo sabía, exclamó con sorpresa, «¡Vaya periodista!«.

Esta inocente observación me hizo reflexionar sobre el futuro. Mi hijo, un pequeño hincha en crecimiento, podría convertirse en un crítico de mis escritos en un futuro no muy lejano. Podría imaginarlo, con el carnet de abonado que yo mismo le pagaba, criticando mis artículos en Twitter, sacando a la luz información privilegiada para apoyar sus argumentos.

En la escuela, cuando le pregunten a qué me dedico, podría responder con desdén, «mi padre trabaja en el panfleto ese que solo sirve para no pisar lo fregado«. Cuando llegue al instituto, Teo lideraría manifestaciones que pasarán junto al periódico al grito de ‘periodistas, terroristas’, y pedirá llevar el megáfono para no parecer tibio y sentirse integrado.

Podría cruzarme con él en los alrededores del estadio y ver cómo desvía la mirada. Podría acusarme de ser un manipulador, de desestabilizar el equipo y de estar al servicio del dueño. Mis propios amigos podrían darle ‘me gusta’ a sus comentarios, y yo recordaría, derrotado, que todo comenzó porque no supe el resultado del partido entre el Ibiza y el San Fernando del 3 de enero de 2024.

En fin, será mejor que me vaya retirando.